Dos faroles
Hubo una noche en la que nos sentamos bajo un farol.
Un farol de esos de calle, que alumbraba naranja, y su luz
le quitaba el brillo a todo, menos a ella. Ella brillaba como siempre, por lo
menos para mí. Supongo que no estaría de acuerdo si le diera voz en esto, pero
en mí quedó la impresión de que estaba resplandeciente, como si algo le hiciera
bien.
Y empecé a construir una pared torcida. Muy torcida.
En la naturaleza, en la que todo se rige por una cierta
sabiduría practica, los bichos nacen, se reproducen y se mueren. Contados son
los casos, como esos pingüinos raros, en los que buscan una pareja y con ella o
por ella se mueren.
La mayoría ya sabe, o por lo menos parece entender bastante
bien como es el asunto de la vida.
Yo no.
Hay veces que imagino como resumen de mi vida el ir paseando
por un pasillo, en el que hay muchas fotografías colgadas, en ambas paredes. En
la de la izquierda son cuestiones familiares, y logros personales.
En la de la derecha la mayoría de las fotos son de mujeres,
y empieza con un retrato y siguen con momentos que pasamos, y cosas así.
Mientras camino ese pasillo, foto a foto podría contar las historias.
La mayoría de las mujeres se quejaban de mi falta de habla,
de mi falta de expresión de algunos sentires, por así decirlo.
Hubo una que no, que directamente se fue.
Y el farol la alumbraba naranja, a ella y su vestidito, y
era tan genial que yo no entraba en mi cuerpo.
La eterna celebración de lo que todavía no ocurrió.
Todavía.
Pero el ser humano es ser humano, y no basta con ser, solo
ser.
Y ahí es cuando nos encontramos en el eterno conflicto que
distanció a los montesco de los capuleto, a los hermanos pimpinela; y a mí de ella.
Las distancias eran largas, los tiempos incontables; y la
necesidad, mucho mas urgente.
Me fui, como siempre hice, pero solo por un par de días; y
eso normalmente es bueno, en casi cualquier relación. Lo potencia todo, te aleja
de la cuestión rutinaria, y diez días al final no es tanto.
En mis diez días de soledad, por descuido, falta de razón o
sobra de sentimiento, deje que ese recuerdo, el de la luz redonda y naranja; la
noche templada y los ojos enormes brillantes hicieran lo que querían con los
espacios que reservo a la imaginación, y fue una pésima inversión. Pésima.
Al volver ya nada era lo que había sido, nada era lo que yo
creía que había sido.
Atrás había quedado el oasis, ahora solo quedaba desierto.
La última vez que la vi bajó la mirada, no por vergüenza
creo yo, sino para no dejarme que me pierda, aunque sea un poquito, en esos
ojos gigantes y brillantes.
Terminé mi cerveza y me fui, derrotado
El llanto de las ballenas.
Oh, enorme es el gozo al escuchar su canto. Pues cuando
ellas cantan, mi ser se agita en eterno vibrar de luz que apunta directo al
alma.
Eso decía una de las viejas que habían aportado el dinero
para que algún pillo meta una grabadora en una bolsa y se vaya a Puerto Madryn
a nadar y grabar a las ballenas.
Me salvó de las arcadas que produce este tipo de gente, un
pensamiento; y es que me puse a pensar en el mismísimo canto de las ballenas, que
no parecía tal.
Desde mi óptica (en realidad desde mi oído) eso no era ningún
canto. Estábamos allí presenciando, parados, algunos con mas, otros con menos
cara de imbeciles, un genuino llanto.
El llanto de las ballenas, si es pensado de ese modo, es algo
absolutamente conmovedor, porque se escuchan entre ellas a kilómetros de
distancia, solo para escucharse. No para abrazarse ni ayudar a la otra. Para
que las otras sepan: “esta soy yo, una ballena de toneladas de carne y vida, y
esa vida me duele, y me puede doler tanto o más que la carne”.
Yo podría hacer lo mismo, que mierda. Todos podríamos hacer
lo mismo. Elegir un par de cuadras en la peatonal, en las que la gente grite
sus pesares (no tienen porque ser problemas) y que nadie rompa los huevos.
Pero no se puede. El ser humano espera algo cuando hace esas
cosas; y todo el mundo, aunque sea en un rinconcito de sus adentros exige algo
de los otros cuando exterioriza las cosas que los acongoja.
Interrumpió mi pensamiento una de las viejas, hablando
alguna de esas estupideces que se hablan en estos eventos. No pude contener mas
la arcada, mezcla de lo mental y de lo ingerido anoche, terminé por vomitar a
una de estas tan buenas mujeres de clase. Pedí disculpas y me fui, como las
ballenas después de sus llantos, sin pedir ni dar nada.