Mi viejo era milico. Era un milico hijo de puta, así que el día
que me encontró masturbándome en la soledad de mi habitación, y me pegó con el
cinto ancho de lona, ese que tiene los ojales con metal, y la hebilla grande;
me di cuenta de que era tiempo de irse de casa. Lejos de casa.
Los primeros días fueron los más fáciles, pasando de casa en
casa, entre los amigos que me podían hacer el aguante, o tenían padres piolas,
pero de a poco las opciones se iban agotando, y mis viejos “preocupados”
empezaron a llamar por teléfono casa por casa, amigo por amigo.
No era fácil la cuestión, porque yo tenía 16, y el fantasma
de la calle se me acercaba cada vez más. En ese momento me daba miedo, era un
cuco fuerte, que no descansaba y me perseguía hasta en los sueños. Yo realmente
no quería volver a casa.
Duré 13 días fuera, de los cuales 2 fueron en la
calle; y a decir verdad, no fueron tan terribles. El cuco da miedo hasta que te
alcanza, hasta que estas adentro, podes sentir como te digiere de a poco, sentís
los cambios, lo podes mirar a los ojos, y eso le da miedo. Ahí te deja ser.
Volví a lo de mis padres, y la charla era un bodrio; me preguntaban por
qué me había ido, si andaba en las drogas, con quien me juntaba y un montón de
mentiras de las que no querían escuchar respuesta.
Yo sabía en mis adentros, que lo que había brotado, de esa
extraña germinación no era uno de esos casos de “ya se le va a pasar, es joven”,
así que a los 4 días me fui de nuevo, esta vez un poco más equipado.
Cada día que pasé en esa casa fue como si los cintazos
volvieran, como estigmas. Me tuve que ir, por mí.
Dejé una nota en la mesa que decía:
“me voy a seguir yendo,
para eso, mejor es no volver”
Y me fui.
Debe haber sido como al tercer día, que conocí a los punk
que iban a buscar lo que tiraban en una panadería, y me invitaron a andar con
ellos.
Uno era el Mandioca, que venía de Misiones; el otro era el Mantel,
que le decían así porque cuando lo conocieron andaba vestido sólo con un
mantel, hasta que se encontró una garrapata en un huevo, y ahí se volvió a
vestir. El relato de la historia era largo y gracioso, lo contaban todos los días,
y nunca era igual al anterior, pero siempre existía la garrapata en los huevos,
así que asumo que esa parte fue verdad. Y el resto de la banda eran Romina, que
algunos le decían algarroba, porque era naturista y cleptómana; y el Baracu,
que era un negro flaco, flaco, flaco, con un intento de cresta que te hacía
preguntarle con temor a la respuesta si recién terminaba alguna quimioterapia.
Él se cortaba el pelo solo, en realidad hacía la mayoría de
las cosas solo. Lo sorprendente era que nunca se apartaba del grupo, y cuando
te dabas cuenta, ya se había cortado el pelo, o había armado 20 cigarrillos.
Era un genio.
Todos eran más grandes que yo, eso me hacía sentir seguro,
de algún modo. Pero era una gran mentira, todos estos estaban reventados, si
apenas se podían cuidar a ellos mismos.
Pero tenían algo muy bueno, el aspecto. Eso llamó mucho mi atención,
el cuero, las tachas, los cortes de pelo. Todo era majestuoso a la vista, yo no
podía creerlo, ¡hasta las bicicletas eran increíbles! De algún modo me sentí
honrado con que me inviten a comer, y un rato más tarde, a andar con ellos; que
quería decir vivir en la casa que se dejara, hasta que la autoridad opine lo
contrario.
La primer casa en la que estuvimos, era un ranchito al lado
de las vías, en Alta Córdoba, por la Jerónimo Cortés, cerca de Juan B Justo.
Estaba muy cerca de un club, y por la madrugada nos íbamos a una panadería que
se llama Periko´s y de ahí algo sacábamos. La Algarroba y Baracu a veces hacían
semáforo, y volvían con alguna plata. Así aprendí a tomar cerveza, gracias a
los días de semáforo bueno.
También aprendí a vomitar, casi instantáneamente.
La Algarroba era muy buena haciendo banderas, y era muy
linda. Tenía un aspecto descuidado, los pelos todos revueltos, en algunas
partes de la cabeza estaba rapada. Nunca se notaba bien cuan pelada estaba, porque
su pelo era un quilombo con apariencia de tener voluntad propia; y tenía unos
ojos marrones con muchas manchitas negras, una mirada muy intensa; yo no le podía
sostener la mirada más que un ratito, me intimidaba un poco, era como si se
metiera por los ojos asta bien adentro, a donde guardamos los recuerdos más
cochinos de nosotros mismos.
Siempre le quise tocar las tetas; me parece que me daba
miedo de que se dé cuenta de ello.
Y los días pasaban,
teníamos una huerta, y un tipo del INTI que venía de vez en cuando a tomar té
frío con el Mandioca nos trajo lombrices.
Si cada uno de nosotros contaba su historia, cualquiera
hubiera apostado que era una serie de Cris Morena; pero nada más alejado.
Para mi cumpleaños de 17 me regalaron un cartón, y ese día
le toqué las tetas a la Algarroba, pero me pegó una cachetada.
De alguna forma entendí porque a partir de los 18 es tan fácil
ir preso, y es que a esa edad es cuando uno tiene ganas. Ganas de lo que sea.
La cachetada valió la pena. Las tetas eran suaves, estaban
muy bien. Ahora ya me las quería meter en la boca.
“tomate un cuartito, que es fuerte” me dijo el que me regaló
el cartón; pero todos los otros coincidieron en que con medio iba a andar bien.
Y me lo tomé.
La pasé muy bien, pensé muchas cosas, viví redoblando el
tiempo; con el cuerpo y la cabeza separados.
Al día siguiente mates con criollos juntados, y me di cuenta de que en este año
que había pasado me habían sucedido muchas más cosas que en los últimos 10 años
que había vivido a la sombra de mis padres; y al cuco de la calle ya lo miraba
a los ojos. El cuco no me sostenía la mirada, yo era un hombre.
Una tarde que creo que no voy a olvidar nunca, vi a un flaco
por la calle. Pantalón de corderoy marrón, zapatillas rojas y campera de cuero.
El tipo tenía un caminar desganado, como si los hombros le pesaran, y los
brazos colgaran inertes. No tenía porqué andar con campera de cuero, no la
merecía más que yo.
Y me sentí un poco mal, pero agarre un medio palo de escoba
que había en un arbolito, como intento de tutor, y le pegué. El flaco se dio vuelta,
y entonces sentí que era injusto que me haga todo esto más difícil, y sentí
bronca, y le pegué repetidamente, le pegue mucho.
Así me gané la campera.
Y las zapatillas.
Los de la casa no
estuvieron muy de acuerdo con mí accionar, pero nadie me dio una de esas largas
y aburridas charlas; en algún punto todos sabían que cada uno tiene sus recuerdos
miserables, y este sería el mío.
A veces hacíamos semáforo de noche, cuando eso pasaba, yo
escupía fuego. Esos días tomábamos mucha cerveza, y a veces comprábamos Alplax
o Valium, que le metíamos a una ginebra.
Esa si era una dieta variada.
Al Mantel le encantaba estar empastillado, siempre se metía
la mano en el pantalón y caminaba acariciándose las bolas. Yo desde la primera vez que lo vi creí que
era por lo de la garrapata, que lo había traumado.
Yo me quedaba mirando las tetas de mis sueños, y el Mandioca
se ponía a jugar al ajedrez.
Para cuando cumplí 22, las cosas ya habían cambiado mucho.
Baracu y el Mantel se habían ido a viajar, nadie sabía hasta donde. El Mandioca
se había vuelto a sus pagos, y yo había conseguido no solo meterme las tetas de
la Algarroba en la boca, sino meter un bebe al lado de donde procesa la comida;
y vivíamos en una casa en General Bustos, con un pibe que se llamaba Marquitos,
que gustaba de oler nafta y aerosoles de esos que usan los jugadores de fútbol.
El pibe no podía hablar, pero era bastante gracioso; tenía unos rulitos
apretados rubios, y los ojos siempre rojos. Era como un querubín maldito, un
rechazado.
Cuando faltaban dos meses para que nazca nuestro hijo,
decidí que quizás esa sería una noticia que a mi vieja le gustaría saber, así
que me fui a visitarla.
Pillé la bici y me largué, y tenía miedo y ansiedad. Más
miedo que al cuco que había logrado domesticar. Habían sido seis años de incomunicación,
pero realmente esperaba que mi sentimiento superador de todo esto prevaleciera
sobre el momento que les había hecho pasar.
Llegué, casa blanca con rejas negras, pero me vi un poco
sorprendido por el estado de la casa; ya no parecía la de un milico, se notaba
descuidada, mi viejo pintaba toda la casa todos los años. Y cuando digo toda es
TODA LA CASA.
Toqué el timbre, eran casi las 5 y media, tendría un rato
para charlar con mi vieja antes de que llegue mi viejo y la pudra, que era lo
que seguro pasaría.
La puerta se abrió y mi vieja se desplomó, quedando de
rodillas, con las dos manos en la cara. Lloraba fuerte y parecía no controlar
la respiración. Todo mi plan se desmoronó en ese momento. Me sentí muy mal. Profundamente
mal.
Yo ahí, agarrado de las rejas, y mi vieja en el piso
llorando.
Abrime vieja! Le gritaba. Y un rato después sucedió.
Me dijo que creía que a esta altura estaría muerto. Entré y
preparó un te para cada uno, también trajo las vocación clásicas y el tarro de
miel, la misma merienda de siempre. Debo decir que hasta yo estaba un poco emocionado.
Hablamos y hablamos, yo me había sentado estratégicamente mirando
el reloj, para estar preparado para la llegada de mi viejo.
6 de la tarde, seguimos hablando de jardinería, de las
lombrices y todo eso. El milico no llega.
6 y media, ya estoy ansioso, quiero que llegue, y que vea
que me cagué en todo lo que me dijo, y me fue bien igual.
A las siete de la tarde, y cuando ya es demasiado evidente
mi ansiedad, la vieja me cuenta que mi viejo se murió hace 3 años, y que hace
ese tiempo que está viviendo sola; que intentó avisarme en el momento, pero que
no había modo de localizarme.
Una presión fuerte en el pecho me invade, un vacío
insostenible en el estómago, un nudo en la garganta. La conciencia me gritó fuerte: -Abandoné a mi vieja. Eso no se hace!
Me propuso que vaya con mi mujer a vivir a la casa, que
disponga de todo lo que ahí había, así que instantáneamente le dije que
buscaría a la Algarroba, que me iba en el auto que era de mi viejo.
Pasaron 3 años desde ese día, supongo que en 3 más volveré a
ver si sigue viva o tengo casa.
Mi hijo esta gigante.