domingo, 28 de abril de 2013

Tomé demasiado (pero conservo la caligrafía)



Hoy Córdoba es un quilombo. Hace calor. De ese calor que te hace sentir que los zapatos están blanditos.
Camino hasta la disquería edén por la peatonal y la gente está loca, pero nada de eso me afecta.
Es que su ayer. El de todos, es mi hoy.
Y a pesar de no haber dormido nada, estoy bien.
El sábado podría considerar que fue un desastre. El domingo lo revirtió.
Estaba en un bar, cortado en jarrito por segunda vez. La luz del día se despedía como un jugador de fútbol al que cambian, a pesar de sus ganas. Despacio, molestando hasta el último momento.
Resulta que por una cuestión biológica el cuerpo empieza a mejorar a esa hora. Y mucho más después de una noche como la del sábado. El estómago se resigna, y el hígado termina el trabajo que tenía atrasado.
Y uno ya está nuevamente en la gatera, listo para salir.
Estaba hablando con un amigo, uno a cada lado de la mesa, el mozo se portaba bien, no sabíamos nada de él entre café y café Hablábamos de lo que sea, pero todo terminaba en alguna mujer. La noche anterior, la del sábado, habíamos salido ambos con planes muy concretos, que nos juntamos a lamentar el domingo.
Hay allí un asunto de importancia. Los religiosos dirán que es el día del señor o que es el día de descansar. Para nosotros, la fauna nocturna, el domingo es un día de lamentar. A veces se lamentan las consecuencias de la noche anterior; otras veces la falta de aventura. Y este apuntaba mucho más a lo segundo que a lo primero, por lo menos hasta ahora.
La cosa iba bien. Hacía tiempo que no nos juntábamos tan relajados a tomar café los cigarros iban y venían como las palabras. Mandé el primer mensaje, conciso, sólido y resumido.
La respuesta llegó y estaba redactada de la misma forma.
En breve me tengo que ir, ella me va a esperar en la puerta.
Los dos sonreímos, como celebrando prematuramente un éxito.
Y me fui.
Avenida Roca. Esa calle me da miedo, por algo que me dijeron cuando era chico. Es un lugar en el que anduve, caminé y miré mucho, pero el recuerdo es pesado y persistente; cada vez que estoy ahí vuelve ese miedo, instalado hace años.
Me estaciono en segunda fila y miro hacia la puerta, ella no está y esto me empieza a sonar a canción repetida, a sábado, el anterior.
El naranjita me ofrece un lugar para estacionar. Yo me niego, creyendo que no voy a tener necesidad de bajarme del auto.
Ella sale, yo prendo un cigarro. Es linda, se viste de una forma que irradia comodidad. Muestra lo justo, y lo que se puede ver me va gustando.
Nos saludamos con un beso en la mejilla, es extraño.
En el estéreo sonaba La Renga, acordamos que yo estacionaría y entraríamos los dos. Yo había estado en un recital muy enérgico el viernes, así que tenía poco resto físico como para el recital hardcore, pero uno siempre puede ser espectador desde un costado.
Charla, una cerveza, más charla y un beso. Una cerveza y nos vamos del lugar, estaba lleno de peleles a los que sus papás no habían abrazado lo suficiente, y se lo remendaban comprándoles ropa por internet y pagando sus tatuajes. Peleles.
Georgia Brown, un bar con poca magia, pero con mucha cerveza y olor a chupetín de limón en el baño. Nos tomamos alguna vueltas y ella se fue al baño; al volver me dijo que había leído, en perfecta caligrafía “tomé demasiado, tomé demasiado, oh yeah”. La gente es estúpida y no hay vuelta que darle; les gusta posar y ser vistos. Nosotros estábamos en una de las mesas a las que menos llegaba la luz, en el bar había poca gente; tan poca que no estaba el mozo de siempre, el que me atiende normalmente.
Nos tomamos algunas vueltas más y nos fuimos para su casa, en la puerta nos dimos cuenta de que ese no era el lugar donde debíamos estar.
Vuelta hacia el departamento, que era un caos, digno de quien/ quienes lo habitan. Todo era ropa, discos, posters; el resumen de una vida esparcido en algunos metros cuadrados. En parvas que subían por un sillón y llegaban hasta las patas de los muebles, algunas otras eran vomitadas por cajas, que desparramaban ropa por toda la habitación.
La cama no estaba tendida, me encargue de eso mientras ella estaba en el baño.
Nos besamos, apagamos la luz y nos desnudamos. Quien haya acariciado un cachorrito recién nacido, tendrá en su memoria una sensación tibia, húmeda y de vida. Yo también. No había ningún cachorrito en aquel departamento.
Nos revolcamos de mil formas. El fornicio, el buen fornicio, requiere de una perdida de sensación temporal. Lo logramos. Y el día nos pilló, con poca ropa y el humor cambiado. Yo me tengo que ir para el centro dije, y arrancamos.
Cuando llegué me dije a mi mismo: Hoy Córdoba es un quilombo…