jueves, 11 de abril de 2013

No pasa nada.


Era de mañana, me senté en el Sorocabana. Cortado en jarrito, por favor. Era un miércoles lento. Feriado 9 de julio, a mí no me decía nada, más que esos tipos vendiendo banderitas para enganchar en la ventanilla del auto.
Recuerdo que una vez le hablé desde acá, desde esta misma mesa; y ella no vino, se había golpeado el pie o le faltaba un poco para decirme que no quería verme.
A la gente le pasa, nunca me dicen que no quieren verme, siempre es un pie, un repuesto del auto o una cena con la familia. Reconozco que no soy de los más graciosos, no en estos últimos tiempos; las borracheras se me dan cada vez peor, más fácil y más intensas.
Vino el mozo. Siempre me toca el mala onda. El canoso siempre se queda adentro, y lo veo sonreír mientras atiende a los clientes, ofrecerles esa charla corta con risas, el tiempo justo antes de empezar a molestar, el tipo hace un gesto semi japonés de saludo y se va. Los clientes abren el diario, sacuden la cabeza levemente de lado a lado sonriendo y se sumergen en la lectura noticiosa. A mí me gustaría ser uno de esos, pero no lo soy. Nunca soy uno de esos, y empiezo a sospechar de mí mismo, de una especie de conspiración contra mi propia felicidad.
Me quedo afuera, el negro me tira el café sobre la mesa de plástico de Quilmes. Los de adentro tienen mesas y sillas de madera.
Saco la caja de cigarros, 3 next. Hubieran sido suficientes si no me hubiera acordado de ese mediodía de las llamadas. Me prendo uno, la mirada perdida en la plaza san Martín  El cigarro en la derecha, el codo de la izquierda sobre la mesa. Me gusta ver a la gente que pasa, que viene del mercado con sus bolsas de montón de cosas que compraron más barato que en otros lados. Nadie parece feliz, es como si la felicidad estuviera reservada para cierto rango etario. Parece injusto.
Algunos de los que andan con sus hijos, pequeños ellos, también parecen felices, pero no todos.
Los sigo mirando. Intento mirar a todos los que pasan por mi lado, mientras fumo y muevo el pie.
Le hago la seña al mozo, me mira, pero me ignora un rato. Sabe que en breve va a salir a cobrar la mesa del lado. No me molesta tanto, creo que yo haría lo mismo, así que espero. En mi cabeza, por alguna razón, me pasan algunas imágenes de una buena época que tuvimos (antes de la mala) y suena Freddie King con “Walking by myself”.
No estoy triste.
Tampoco me cuestiono cosas, ni pienso “en que hubiera sido”. Fue un momento diferente a este, sería injusto compararlo. Injusto conmigo, que tengo que andar por ahí, viviendo todo el tiempo y siendo responsable de lo que le pasa a los otros en relación a mí. Sería injusto con ella, supongo que por lo mismo.
Viene el mozo, los de la mesa del lado se están levantando, así que es rápido para cobrarme. Quiere tener tiempo suficiente para atender cómodo a los otros, y ahí es cuando pienso. ¿Será que a algunas personas las hago sentir cómodas, y por eso me tratan de forma descuidada?
No le dejo propina, no por atenderme mal, sino para sentirme mal yo. Por no haberme sentado adentro, que es lo que me prometo cada vez que me voy, mal atendido.
Cruzo la plaza, me meto por la peatonal y me voy hasta general paz. Me gusta andar con tiempo libre por acá, ver a los payasos patéticos con sus globos deformes. A los que venden relojes, esos negros que nadie sabe de donde aparecieron, pero que son tan pero tan negros, que uno apostaría que uno de sus progenitores es una morcilla; los que venden gorras hace 25 años en el mismo puestito. Toda la fauna del centro llama mi atención, pero la verdad es que no pasa nada.
Acá no pasa nada.