Para cuando llegue ella ya se había ido hacia unos días, por
supuesto no se fue en los mejores términos. No conmigo.
Sé que había otro, no sé en qué términos se habrá ido de él.
Así que pase mis días. Me emborrache y fumé miles de
cigarrillos, esperando que el sol pase de un lado para el otro del cielo, como
quien espera que un auto pase para cruzar la calle. Esta calle es larga, la de
los días.
Y se me pasaron los días, sin hacer nada y estando mas solo.
Un montón de kilómetros más solo.
Ya no tengo quién me espere, creo que en ningún lado. La gente,
los míos. Mi gente, esta toda con sigo misma, o con los suyos; es como si ya no
fueran míos, o como si yo ya no fuera de ellos. No en el sentido posesivo de la
cosa. Supongo que se refiere a algún tipo de aprecio, de cariño.
La cosa es que ahí estaba. Marginado de algún modo, con el
tiempo corriendo como la mecha de una dinamita que está muy cerca, y todos
sabemos que (depende de los planes) no conviene tener una dinamita cerca.
Armé el bolso y me fui a la terminal, era martes de resaca,
sol y campera negra (otra vez y como todas).
Voy caminando sobre ese piso entre marrón y rojo de la
terminal de Córdoba, errante, sin rumbo certero. La gente me mira raro. Soy de
la fauna nocturna, y ellos se dan cuenta. La luz me molesta y los miro con los
ojos entrecerrados. Disfrutan de mi maldición porque creen que yo la paso mejor
que ellos, pero no es mi problema; de hecho ahora ya no sé cuál es mi problema.
Tengo que elegir un destino, no para la vida, para el cuerpo, para el tiempo
inmediato. Cualquier cosa me da lo mismo, hasta que me cae mal, recién ahí considero
haber tomado partido, cuando odiar las cosas.
Me parece que me tengo que tomar otra rubia, para seguir en
la misma sintonía que traía. La gente me sigue mirando. Tiro la colilla al piso;
no me gusta tirar las colillas al piso de la terminal, porque se que hay un
tipo que las anda barriendo, e imagino que mientras las barre, ida y vuelta,
siempre mirando ese piso de mierda, piensa en su mujer y sus hijos. Piensa en
comprarse un duna 93 de los gasoleros, que dicen que andan muy bien, pero no.
Le falta mucho para llegar a eso, y cada vez que llega el recibo de la tarjeta
de crédito (agotada) el sabe que el duna se aleja, recorriendo kilómetros, y el
lo tiene que alcanzar, pero con kilómetros de barrer ese piso de mierda marrón rojizo de la terminal. Y ahí nos putea a los que tiramos las colillas.
Sigo caminando, no creo que la cerveza me aclare el
pensamiento, pero tampoco lo va a hacer el olor a gasoil y el ruido de la gente
apurándose a llegar. Me enferma esa ansia, la inmediata de estar arriba del
colectivo y querer ser el primero en bajar, para esperar a la tía pocha que
estaba en el ultimo asiento; y una vez que están abajo quieren ser los primeros
en sacar el bolso para quedarse trabados entre toda la gente, que igual que
ellos, esta apurada por perder tiempo.
Yo no. Yo me quedo arriba del colectivo, revolcado en mi
desgracia por un ratito más, disfrutando de su apuro de mierda.
Llega la cerveza con esas papas húmedas, con la sal mal
esparcida. No creo que las vaya a tocar, no necesito de eso. El primer vaso es rápido.
Siempre es rápido por la sed y las ganas, el tercero es difícil, y el cuarto,
es como todo lo que se comienza con ganas en la vida. Absurdo, porque las ganas
ya no son las mismas, y las situaciones cambian.
Me termino la cerveza y decido volver a casa.
Si no sé qué es lo que busco, no creo que sea capaz de encontrarlo no sé a dónde.
Si no sé qué es lo que busco, no creo que sea capaz de encontrarlo no sé a dónde.
Mierda de día.