Yo siempre pasaba por esa vidriera a donde se puede ver lo
que hace todo el mundo. Éramos evidentemente diferentes. Ella comía milanesas
hechas de comida para pájaro, y yo me salteaba la cena y me quedaba en el vino
o el ron. Siempre asistiendo primer llamado de los instintos.
Yo fiel a mi estilo, o falta de. Haraposo, coronando con mí clásica
campera de cuero, que me daba todo lo que me faltaba, y yo se lo agradecía usándola
siempre, sin respetar lógica o meteorología.
Ella elegía la ropa
con la precisión de un francotirador, y le apretaba a donde le tenía que
apretar, y le soltaba a donde debía estar suelto. Siempre me pareció que era
demasiado para uno de mi calce, pero esperaba que no fuera así.
Toda mi vida adulta estuve a punto de perderlo todo, pero
con los trabajos, esta capacidad mía realmente se salía de control. Así que
nunca pasaba a la misma hora por ahí; pero la veía seguido, y a veces ella también
me veía a mí, mientras paseaba sus comidas sanas por el plato, para
impregnarlas de aliños o esas cosas.
El trabajo era aburrido, era un depósito de partes
automotrices; así que muchos de los días eran largos y aburridos, y yo no
soportaba a los imbéciles de mis compañeros, así que en cuanto tenía un momento
libre me iba a dormir entre las cajas, terminando de sudar el alcohol que había
resistido la caminata hasta este mugriento lugar.
Por esas cosas, más el profundo y real aborrecimiento por el
general de las personas, es que mi puesto de trabajo siempre peligraba. Hasta
que dejó de hacerlo.
Una mañana me levante, me puse el pantalón beige, los
borcegos, una camisa de estampado de cuadraditos y la campera; dos tragos de café
tibio, y mientras me insultaba a mí mismo y a todo el universo por levantarme
temprano, vi que por la rendija de debajo de la puerta habían deslizado un
sobre con un sello demasiado grande como para ser algún familiar. Telegrama de
despido.
Como la empresa a través de las cámaras de seguridad tenía
suficiente material de mí durmiendo en sus cajas, no logre cobrar un chelín de indemnización.
No me pareció tan injusto, pero no lo disfruté.
Me volví a la cama, vestido, como estaba.
Al despertar, justo a la hora en que el vino hace juego con
la falta de todo lo otro, descorche y brindé, solo, por las cosas que me
pasaban.
Y de nuevo se hizo de día, y esta vez pasé por la vidriera,
pero sin apuros, con unos diez metros para sostener una mirada; como si fuera
sostener la tanza, esperando que un pez se enganche, y mirándote se dé cuenta
de que no puede salirse, que solo queda un camino.
Un par de metros antes de la vidriera clave la mirada en un
poste que había, ese era el ángulo que tenía que mirar para empezar a buscar. Y
mentiría si dijera que no me invadió un poco de ansiedad, pero ahí iba, con
paso firme; y comenzaba la cuenta regresiva. La encontré, y ella me vio. Me vio
mirarla, y sonrió levemente, bajando la mirada, pero aun con ganas de mirarme.
Ese día, que debería haberme quedado, me fui. Nunca debí
haberme ido. Además no tenía a donde ir.
Algunos días pasaron, y mi búsqueda de trabajo no daba
frutos. Mis conocimientos eran pocos, y mis capacidades, a pesar de ser muchas,
eran demasiado rebuscadas para lo que tenía el mercado salvaje para ofrecer.
Si vendo mi alma, o mi tiempo, voy a asegurarme de conseguir
lo que quiera, o por lo menos que me paguen un trago.
Su perfil con risita de vergüenza se me había quedado
grabado en la cabeza. Tenía que perseguir aquello. Los trabajos podían esperar,
porque no los conocía. A ella por lo menos la había visto un par de veces. Así que
pase nuevamente, y tenía un vestido de lunares, parecía de cerámica, de esa cerámica
esmaltada, brillante. Toda. La piel, los ojos, las piernas, una boca roja. Pero
roja como la bronca.
Ese día tampoco entré, a pesar de que me había mirado de
nuevo.
Y los días se me empezaron a hacer pesados, las fantasías venían
a cobrarme cuando dormía, y también cuando estaba despierto. Vendiendo mi deuda
a lo que podría llamarse un tormento, así que decidí tomar el toro por las astas
e ir a buscarla.
Y me puse otra vez el pantalón beige, los borcegos, la
camisa a cuadritos y la campera. Era una de mis mejores elecciones. Mientras caminaba
pensaba, no en la frase con la que abriría la conversación, como en las películas,
sino en las clases de cochinadas que le haría en la cama. O en la mesa, en la
silla; a donde la ocasión se presentara.
Y la mire de lejos, supongo que de algún modo intimidante,
por mi paso agitado al caminar y la mirada dispuesta a todo lo que tuviera que
ver con un sí. Me acerque a pasos acelerados, bufando como toro en la arena, y
cuando estuve al lado y tuve su atención le pregunte: - Y entonces?
Te gusta mi vestidito? Me respondió
Me gusta, pero me quedo con el relleno.
Mañana te animas? Hoy estoy ocupada, de hecho estoy
esperando a alguien.
Con eso me alcanza dije, y me fui. Seguro de que mañana no
era una zanahoria atada a un palo.
Y hoy paso, lento, sádico, como si los minutos fueran de
gel, y yo que no tenía nada que hacer, ardí en ansiedad, espera y un velho Barreiro
que alguien me trajo de su veraneada.
Y llegó mañana, y me acomodé como pude a la resaca, estire
un poco la ropa con la mano, con la intención de que parezca un poco menos
arrugada, pero la verdad es que no lo logre; me aplaste el pelo que rodea la
oreja izquierda, que es el que siempre se amotina, y partí.
Bendecido por todos los cupidos y robertos galanes, pero no
la encontré. Ni ese día, ni ningún otro. Ni en el vino ni en el ron. Ni en la
silla ni en la mesa.
Y me quedaron todas esas promesas en vestidito.
Esas promesas
que me inventé en el camino.