Los dos buscábamos lo mismo, eso era lo bueno. Cuando buscas
lo mismo que otra persona, podes mirar fijo a los ojos y decir lo que sea, y la
cosa no temblará demasiado.
Yo me iba siempre, a veces más, otras veces menos lejos,
pero no estaba casi nunca; y ella vivía ocupada. Los dos nos escondíamos del
cuco de la realidad y las expectativas. Las propias y ajenas.
Nunca tuvimos sexo, pero algunas veces nos emborrachamos
juntos, con gente alrededor.
Ahora nos estábamos escribiendo, y la cosa era buena.
Parecíamos tener intenciones parecidas, y estar ambos de algún modo igual de
solos, igual de locos.
La última vez que hablamos quedamos en juntarnos 8 días más
tarde. Yo no estaba en la ciudad, y ella tenía serios planes de irse, pero si
todos los astros se alineaban, estaríamos en el mismo lugar por un par de días.
Y así fue que los 8 días no se pasaban nunca, y la ciudad
quedaba cada vez más lejos, y la soledad era cada vez más condecorada, por
méritos y valores; y toda esa mierda de festejo sobre el matar a los otros.
Cuando de una puta vez llegué, lo primero que hice fue irme
hasta lo de mis padres, dejar el bolso y hacer lo posible por parecer una
persona un poco más sana. Intentar reflejar un poco del inexistente amor propio
o culto a la imagen. No sé si lo logre, pero debo haber estado muy cerca,
porque le puse gran empeño. Y para allá me fui, a ablandar todos los mecanismos
de relaciones interpersonales. (A emborracharme).
Cuando me sentí listo
para establecer contacto con alguna otra persona que no sea el mozo, le propuse
que nos juntemos, en Georgia Brown. El bar de mis noches, a donde me siento cómodo.
Dijo que quizás. Yo le dije que estaría ahí de cualquier
modo. Entonces me dijo que nos veríamos ahí.
Para cuando llegó, yo le llevaba dos rones. Me saludó como
si nos viéramos todos los días, colgó el bolsito en el respaldar del banquito y
mientras se acomodaba, reconociendo el lugar y el contexto con la mirada, me
preguntó que estaba tomando.
Ron con coca, sin limón, le dije.
Ah, cierto, me dijo. Bueno, yo me prendo dijo, y lo dijo de
un modo extraño, como intentando demostrar dureza, y me miró fijo. Los ojos me
parecieron gigantes, y todo lo que estaba de fondo se volvió borroso. Estábamos
los dos, solos. Yo. Este cumulo de desorden, y ella, que era todo ojos, tetas,
piernas y un olor digno de ser perseguido.
Llego su vaso, era un vaso de los grandes. De esos que uno
agarra como si fueran un trofeo, ganado por algo, algo de eso que pasa en la
noche, y que no se festeja en horarios diurnos.
Lo levantó, me clavó las pupilas y se tomó un tercio de un
solo trago. Bajó el vaso y mientras apretaba la mandíbula, frunció el ceño y
abrió el labio de abajo mientras aspiraba aire. Dejó ver su diente de lata.
Pensé si tenía ese diente o era uno de los que me había puesto la odontóloga.
Lo tenía, era de los buenos.
Yo quería más ron. Más ron y sexo. Ella hablaba, pero los
temas se nos agotaban, supongo que estábamos en la misma situación. Es difícil
encontrar la forma acertada de proponer horizontalidad, mucho más si uno está
en un bar, más cerca de las botellas que del cajón de la mesita de luz.
Bueno, vámonos de acá, me dijo y se tomó el último tercio
del segundo vaso de ron. Según mis cuentas yo llevaba ventaja, pero no sabía de
donde venía ella.
Así que nos fuimos, y estuvimos más cerca del piso que la
misma alfombra, y más pegados a la silla que el mismo almohadón y terminamos en
la cama haciendo nudos con las sabanas y colchas.
Se durmió ella primero, tenía la piel blanca, blanca,
blanca, y se dobló las sabanas justo sobre las tetas; parecía que hubiera
aprendido la situación viendo a las princesas de Disney.
Metí la mano por las sabanas, la puse sobre su panza, que
estaba muy suave, y me dormí.
La noche se terminó y el sol vino a pasar la cuenta,
esperando que seamos endebles pero decidimos comprar una botella de ron.
Comprar una botella de ron y cerrar las persianas.
A los 8 días me volví a ir.