viernes, 4 de diciembre de 2009

Lo que mata es la rutina

Hace años que hago lo mismo. Día tras día, todo es lo mismo.
Despertarse temprano para llegar tarde al trabajo. A nadie le importa un carajo.
Todo es aburrido. La cocaína ya no me hace sentir un súper héroe, y el whisky ya no me hace olvidar mis problemas. La vida, ahora y desde siempre, es una mierda.
El martes, por ejemplo, me levante como siempre; resacoso y pesado, ese sentir de “la mañana después de anoche”. Tenia sangre en una mano, y tres dientes en un bolsillo, no recordaba nada, absolutamente nada.
Esa misma noche, como era de esperarse, un tipo al que le costaba subirse a un taburete, con la mitad de la cara en ruinas se acercó a mi y me pidió que vallamos afuera, que no quería hacer escándalos en un lugar publico. Era el dueño de los dientes.
Como yo recién llegaba, y no había tomado nada, simplemente le pedí disculpas y le devolví los dientes, pero aparentemente no soné de lo más convincente, porque el puto enano insistía en que quería hacer esto afuera, para que podamos volver a este bar.
Mozo, un vaso lleno hasta arriba de whisky, rápido que tengo cosas que hacer, dije.
El mozo saco un vaso, y sin sacarme la mirada de encima se metió la mano en las bolas, revolvió un poco y me sirvió el hielo, con esa misma mano. Sirvió la bebida a la velocidad de siempre, y me la entrego diciendo – Espero que eso haya sido lo suficientemente rápido, imbécil.
Tome el trago sin pausas ni recreos, los ojos me lagrimeaban, el enano seguía a mi lado, retorciéndose de los nervios.
Por última vez, dije, te invito una vuelta y nos olvidamos de todo petizo, de cualquier modo no me acuerdo de lo que paso.
El bonsái de persona saco un cuchillo cortito del bolsillo y me lo clavo en la pierna. Gracias a Dios por el Whisky.
Cerré los ojos, saque el puñal de la herida y lo deje sobre la barra. Vamos enano, te voy a matar a puñetes, prometí.
Metí la mano en el bolsillo, hurgué un poco, tenia los dientes, una etiqueta de cigarros vacía y la nudillera.
A esa nudillera me la regalo mi abuelo, se la habían dado en la segunda guerra, y se jactaba de haberla usado del primero al ultimo día, en defensa de su bandera.
Como yo no tenía más bandera que la nada diaria y la borrachera nocturna.
Dimos la vuelta a la esquina, y antes de llegar al oscuro, saque los dientes del bolsillo, y abrí la mano en las narices de mi pequeño rival, exhibiendo el puñado de piezas odontológicas y la nudillera. Parece que los voy a empezar a coleccionar, le dije.
El tipo parecía dudar, pero justo apareció un gorila que complementaba al medio hombre que me quería cercenar.
Apenas llegue a meter los dientes de nuevo en el bolsillo, cuando el eunuco me dio en las costillas. Mi destino era cada vez menos incierto, me iban a moler a palos.
Me patearon un poco por acá y otro poco por allá, nada serio.
Mientras me retorcía cubriéndome de las patas de estos infradotados, conseguí una madera que conservaba los clavos en un extremo, era un golden ticket de willy wonka para salir de acá.
Mientras el enano me pateaba la cabeza me aferre a mi herramienta con fuerza, y agarrándola con las dos manos, enterré los clavos en medio de las pelotas del gorila.
Dolor. Gritos. Llanto. Componentes de mi satisfacción de momento.
Seguí, estúpido, gritaba el hombre pequeño, mientras el gigante se miraba las bolas y aullaba.
Sabia que todo esto me iba a doler al otro día, pero entre la adrenalina y el destilado, esto parecía una tarde en el parque.
Me levante y empecé a avanzar, el enano reculaba temeroso.
No podes decir que no te ofrecí una tregua, le dije.
Antes de que se escape le estampe una patada en la cara. Cayó seco, un espectáculo.
Con el hombrecito tirado, me saque la nudillera, agarre una piedra del suelo, y me dedique a conseguir las piezas que faltaban en mi colección.
Apoye el metal en un diente de adelante y le di con la piedra, no calcule para donde caería. Hubo sangre, y el tipo casi se traga mi recompensa.
A decir verdad, no pude quitarle todos, porque las encías, a medida que mas dientes sacaba, mas se hinchaban, así que llegado el momento de los molares, abandone mi tarea.
Volví al bar por otra vuelta, y mientras me la tomaba, con el puñal que dejé en la barra, me puse a quitar los restos de encías en los dientes.
Una vez borracho, volví a casa, con unas heridas y otro puñado de dientes en el bolsillo; a que todo sea aburrido como es. Lo que mata no es ni el trago ni los bravucones, es la rutina.