viernes, 3 de abril de 2009

De siestas y obsesiones (las siestas de Rusty)

Eran las ocho de la noche, hacia un par de horas que dormía, o por lo menos lo intentaba.
Los niños se aburrían en un domingo gris, y eso era un problema que compartíamos. No es que yo durmiera por aburrimiento, sino que me molestaban los niños, más aun en estado de aburrimiento.
Gritaban, no recuerdo que, pero gritaban. Yo intentaba por todos los medios seguir con lo mío.
Estaba boca abajo cuando el recorrido de la pelota los trajo al pie de mi ventana. Con los primeros gritos intente ser comprensivo, gire sobre mi hombro derecho y me tape la cabeza con la almohada. Nada podía hacerse, los jodidos niños gritaban cada vez peor.
Adicione un almohadón a la pila que cubría mi cabeza para amortiguar el sonido, pero de nada servia.
Gritaban con placer, discutían entre ellos y gritaban a los perros.
Finalmente el balón reboto contra un árbol, y vino a caer a centímetros de mi ventana. Los niños, que mas que niños eran pre adolescentes, se acercaron, nuevamente vociferando. No pude soportarlo, me levante envuelto en un velo de furia.
Al asomarme a la ventana, me encontré que el mayor de los perros se había comido la pelota. Era un perro grande, de unos 60 kilos, y una mandíbula que era por lo menos extensa.
Uno de mis problemas estaba resuelto, pensé, pero no sabia cuanto me equivocaba.
Con la partida del esférico, el aburrimiento de los púberes crecería exponencialmente, y allí empezaría lo peor para ellos. Yo daría fin a mi aburrimiento, que era lo único que tenia, al ver abortada mi preciada siesta.
Eran tres, una niña y tres niños. La niña, mayor que los otros dos, siendo cauta, les recomendó que no cruzaran. Ellos rieron y hasta se mofaron de la niña. Gran error.
El perro era tranquilo, y estaba acostumbrado al trato, o maltrato, ocasionado por los niños. Ambos insultaban y maldecían al animal, al tiempo que uno de ellos le pateaba la cabeza. El perro no soltaba la pelota.
Ese hocico de ese perro era una maldita maquina de destruir. El pelaje gris plomo del animal contrastaba con el naranja de los restos de pelota y la baba blanca que brotaba en burbujas que se destruían al llegar el siguiente brote de babas. Por la mirada del can podía notarse que estaba aguantando la furia. Lo note en un segundo.
Di un brinco a través de la ventana, aterrizando justo a espaldas de los invasores, que ni bien notaron mi presencia echaron a gritar, insultar maldecir y lanzar quejas sobre su juguete devorado por el perro. Enderece mi espalda, comencé a respirar lentamente y a pensar en cosas agradables, pero ya era tarde, estaba furioso y quería violencia.
Contendiéndome, me disculpe por lo acontecido y pedí a los intrusos que se retiraran, no lo hicieron. Mi sangre se acercaba cada vez a su punto de ebullición, y por un momento, quise evitarlo.
Uno de los niños, con esos piecitos que están creciendo, pero todavía no son de hombre, y tienen un filo particular, me refirió una patada a la canilla. Cerré los ojos, no quería hacerlo. Tres segundos después, cuando me propuse abrir los ojos, el otro niño, encorajinado por el otro, me golpeo en los genitales con su manito. Me cago en la buena apuntaría del mocoso, me dio justo en el órgano, y no me contuve mas.
El niño que me había propinado la patada reía a carcajadas cuando se encontró con mi borrego invadiendo su cara y parte de su pecho. A raíz de esa patada reculo por lo menos un metro y medio, aterrizando a centímetros del hocico de Hades, el perro. El animal me miro como pidiendo permiso, antes de soltar la pelota, y esos ojos, que estaban casi tapados de piel, se dejaron ver. Hay que joderse con esos bichos, que tan tontos parecen. Lo agarro por el cuello, el niño casi ni se movía hasta que empezó a sacudirlo, y la sangre pulverizada se dejo notar en el aire, dibujando formas extrañas al alcanzar el suelo. El animal se regocijaba, de algún extraño modo me hizo sentir liberado, así que me puse manos a la obra. El niño que quedaba no paraba de insultar. Era tarde para todo.
Lo tome del cuello, levantándolo hasta la altura de mi cabeza, me recordó a una pelea en un bar, en la que mi oponente también carecía de altura, y también se llevo la peor parte de la pelea.
A medida que aumentaba la presión de mi mano en su cuello, disminuía el volumen de los insultos. Las venas en mi brazo se hincharon, sus ojos comenzaron a lagrimear. Lo solté dejándolo caer al suelo, tardo un rato, pero se reincorporo. Lo iba a dejar ir, pero el mal nacido no aprendía. Al levantarse me miro fijo a los ojos y me grito: ¡Marica! ¡A los niños no se les pega!
Premisa que demostré falsa con el único esfuerzo de un puño en su boca.
Cuatro dientes menos, pero había aprendido algo sobre la verdad de las cosas. Sangraba como vaca en el matadero. Lloraba, ya no insultaba; yo había dejado de escuchar hacia rato. Después de trabajar un rato en su cara, pensé que lo dejaría ir, ya no me divertía, y sangraba demasiado para tener ese tamaño.
Le metí una patada en el culo, a modo de despedida, pero justo cuando le faltaban metros, Hades comenzó a correr para interceptarlo. Según mis cálculos, el perro ha de haber pesado 20 kilos más que el muchacho. Cuando se toparon, fue evidente la diferencia. Lo tomo por las costillas, sacudiéndolo de un lado a otro, el niño gritaba mas que al comienzo de todo el problema, el perro lo disfrutaba, brotaba sangre de la mordida del perro, que mientras lo sacudía, hacia que la cabeza de la pequeña basura golpease con la verja, con los fluidos del otro niño, el otrora gris can, se había transformado en un bordo casi marrón. Me senté en la reposera que hay en la galería a ver el final de este espectáculo, mientras manoteaba una cerveza de la conservadora. Finalmente termine mi cerveza y me dormí, disfrutando de este barrio, que tan tranquilo es por las siestas.