La luna me vio salir esa noche, desesperanzado, cansado de
los modos, de la gente y de las promesas. Cansado.
Pero como a las hienas, que la jauría misma es la que las
excita, fui creciendo y creciendo, y ya estaba de nuevo, en todo mi esplendor.
A ella le pasó lo mismo, diría yo.
Girábamos en bailes, y la gente nos miraba. Ya no importaban
las luces, estábamos transpirados, y de a rato la bebida (o el fin de la misma)
nos hacía parar, y nos abalanzábamos a la barra, como quien busca un chamán
para seguir en trance, para concluir algo que en algún modo era espiritual. Y
con el brebaje repuesto nos abalanzábamos nuevamente a la pista, y movíamos los
brazos y las piernas como el más drogado, sin importar nada. Éramos nosotros,
sin importar la atención de los otros.
Dos.
Las horas, crueles como siempre, no paraban de pasar, y a
cierta hora los guardias nos miraban como predadores, esperando a que sea el
tiempo indicado. Como los tigres del coliseo, ansiosos por que abran sus jaulas,
para así devorarse a los valientes gladiadores. Nuestra actitud era valiente,
descarada, pero aun así no nos ganábamos el respeto de nadie; de ninguno de esos
que se quedaba parados mirándonos. Unos auténticos imbéciles.
Pasaban los fernet y las cumbias. Sentíamos la respiración agitada
del amanecer corriendo en nuestra dirección, sin ninguna intención de frenar o
disminuir su velocidad. Y seguíamos bailando, y nos mirábamos, intentando leer
las intenciones. Ambos sabíamos lo que seguía, pero es un paso difícil de dar.
Ese paso, no sé porque, incluso cuando las miradas ya están comentando cosas
que no tardarán en llegar, ese paso es difícil.
Y nos atacó el tiempo. La hora del cierre. Y creímos, ilusos
nosotros, que el medio fernet que nos quedaba sería garantía de quedarnos un
rato más. No sucedió. Y ahí estábamos, en la calle, la que nos vio entrar, la
que nunca especula, la que acompaña a la noche, con su basura y sus luces
amarillas.
En cierto modo, esa que parecía una desgracia, la de
alejarse de la barra, de no poder seguir tomando, y desbailar lo bailado. Esa,
estaba pronta a convertirse en una gloria, de esas domésticas, de las que no
sorprenden a nadie. A casi nadie.
Las miradas tenían gran carga. Los dos sabíamos de los que hablábamos
con esas miradas; aunque las bocas no decían nada que se les pareciera. Los
ojos nos brillaban, las palabras quedaban colgadas en el aire, sin llegar o irse
a ningún lado, ya todo tenía poco sentido. El paso siguiente era obvio. Obvio y
necesario.
Nos besamos.
Y fue lento, y tibio y suave. Fue un buen beso, fue
esperado, pero llegó en su tiempo justo.
Pero a mí el tiempo me tendió una trampa. Una trampa en
forma de mujer, y no creo haber sido una víctima.
Me despedí de Córdoba
mirando al espejo del techo, saldando
una deuda de verano, saldando una deuda conmigo, y probablemente con ella, la putita.